martes, 27 de abril de 2010

BUDA


En un bosque habitado por la soledad
y el rumor del aire en las hojas de los arboles,
Buda está sentado en posición de loto:
su respiración es suave y profunda
en armonía con la naturaleza que lo acoje,
su cuerpo semidesnudo recibe la brisa
de esa madrugada húmeda de mayo.

No recuerda cuántos años lleva en silencio:
sólo está atento a los latidos de su corazón.
Apenas escucha el agua que baja por las hojas
que se inclinan ante él en sumisa reverencia.

Esta vez lo ha despertado la insistente brisa
que abraza su cuerpo curtido por el Sol y el Tiempo,
cuando la luz es apenas tenue y melancólica
y se observa en el horizonte el comienzo del día.

Su mirada es la de un dios cálido y sereno
que ha sublimado todo cuanto posee
para alcanzar la iluminación de los dioses
que habitan de vez en cuando el universo.

Buda el compasivo extiende sus manos
en señal de ofrenda hacia el cielo.
Está preparado para fundirse en el nirvana:
en la extinción completa del deseo.

Pero, ¿quién les dirá a los hombres el camino,
quién les apagará la sed de su deseo?
raíz de su dolor e inquietud perennes.
Su corazón habitado por el silencio
y alejado de las sombras de la ilusión,
escoge acompañar a los hombres
en esa larga travesía de su iluminación.
Buda cierra de nuevo sus ojos, y escucha
una música sensual de flauta
y tambores a lo lejos.
Siente una presencia, abre otra vez sus ojos:
una mujer hermosa danza moviendo su cuerpo
con cadencia de diosa.

Buda respira el aire perfumado
que se desprende de su cuerpo.
Ella lo mira fíjamente con sus ojos de zafiro negro:
embriaguez de los sentidos, intactos
después de tantas luchas con demonios que lo acechan.
Buda sonríe, respira profundamente
y vuelve a cerrar sus ojos
para seguir habitando en el silencio de su corazón.

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